
¡Bienvenidos al blog de Novohispana II !
Mtra. Yosahandi Navarrete Quan
Trabajos de alumnos generación 2010/2
La virgen en la poesía novohispana
Fabiola del Villar Islas
Algunos poetas de este siglo intentaron recuperar en sus poemas la imagen del conquistador europeo, que podía considerarse perdida en ese momento; otros pintan una ciudad hermosa, ofreciendo una imagen de cultura, belleza arquitectónica y trato noble, entre otras, pero utilizando imágenes del clasicismo y renacimiento italiano; hubo quienes comenzaron a utilizar símbolos y lenguaje propios del Barroco. También nos encontramos con los primeros casos de sátira, en los que se plasma la codicia de los españoles peninsulares, aparece un autor que ya utiliza un lenguaje americano, que escucha el hablar y sentir del pueblo; y hay quienes con el afán de entretener y educar escribieron poesía religiosa ensalzando la figura de la virgen.
La devoción a la Inmaculada Concepción tiene sus orígenes en el nuevo mundo: mientras que en España su imagen defendía dogmas, en la Nueva España se presentaba más humana y, a la fecha, ella es madre y cuida de sus hijos. Surge el culto guadalupano en el siglo XVI (1531); la Virgen de Guadalupe es el enlace entre el mundo precolombino y el cristianismo, es el punto de unión de indígenas, criollos y mestizos. Es en el siglo XVII cuando el bachiller Miguel Sánchez la llama “la primera mujer criolla”, y es quien la presenta como estandarte de México.
Los sirgueros de la Virgen sin original pecado de Francisco Bramón es una especie de auto sacramental y novela pastoril, danza, escenografía, varios géneros mezclados que, en conjunto, exaltan la Inmaculada Concepción de la Virgen María; sin embargo, presentan también un significado histórico en lo que se refiere a los orígenes y la temprana evolución del culto guadalupano en México.
A pesar de que Bramón no hace mención directa de la Virgen de Guadalupe en su obra, asocia ciertos elementos indígenas: la representación del Reino Mexicano (mancebo que llevaba un escudo con el emblema del águila sobre un tunal); y con elementos guadalupanos: alusiones a la nube, estrellas, luna, flores.
Por otra parte, Juan Rodríguez de Abril en Décimas a la Purísima hace referencia a la Inmaculada Concepción como una coqueta por la devoción que le tenía el virrey duque de Alburquerque. Esta obra no guarda la solemnidad y “respeto” con que Bramón presenta en su obra la historia bíblica de la Virgen y podría verse como irreverente, pero en ese momento sirvió para lo que estaba hecha, para entretener.
El romance decasílabo en que sor Juana pinta la belleza de la Condesa de Paredes rescata la tradición del retrato, tan en boga en el diecisiete, con una perfección estilística que no ha dejado de ser admirada. Recoge una tradición que va de Petrarca a Góngora, pero la innova estilísticamente a través de las esdrújulas con que abre cada verso.
A través del tiempo, el retrato había sido hecho desde la concepción masculina, por voces de hombres. La mujer bella era un mero objeto estético sobre el que los poetas ensayaban metáforas hechas y vueltas a hacer con los mismos elementos. El estereotipo de belleza planteado por Petrarca se mantenía vigente; las metáforas recicladas que describían esa belleza, también.
Sor Juana añade a las metáforas elementos de dos referentes no muy usados en la tradición del retrato: los elementos bélicos (lámparas cuyos resplandores arrojan pólvora que abrasa almas, nariz que es árbitro y máquina) y los elementos relativos al estudio (mejillas que dan cátedras, métodos y fórmulas a mayo, a los jazmines y a las rosas), con los que reestructura a su muy particular visión, la tradición del retrato.
El retrato de Sor Juana es una reestructuración de la tradición desde el momento en que nos encontramos ante un canto a la belleza femenina hecho por la voz de una mujer. No es tanto una reinvención de los recursos poéticos –aunque la poeta hace gala, en este romance, del genio con que los maneja- como una ruptura en el sentido de que la voz de sor Juana no es la que tradicionalmente caracterizaba a la mujer bella y cantaba sus méritos, sino una voz transgresora. Es esto lo que tanto ha perturbado a muchos críticos, como Méndez Plancarte, quien se sintió obligado a aclarar que Sor Juana no sentía por la virreina sino una amistad pura y tal vez cierta admiración estética. Paz, sin embargo, dice que evidentemente la alabanza que la poeta hace de las perfecciones de Lysi, llega a “la intensidad que distingue a la pasión auténtica del énfasis retórico”. Y aunque éste es un asunto en el que no se terminan las opiniones a favor o en contra, más tiene que ver con la impresión que a muchos les causa la vida privada de la escritora.
Lo cierto es que con sor Juana la mujer deja de ser un objeto de contemplación para pasar a ser además sujeto que enuncia. Sin embargo, dentro de los límites del romance, el yo lírico no revela su género; hay solamente una mención de la primera persona, en el verso cincuenta y dos, y se trata de una primera persona del plural. El yo lírico, pues, no se caracteriza, como en gran parte de la obra de sor Juana. La poeta eligió algunas veces la voz femenina, en otras, la masculina, pero es claro que lo hacía con gran atención, en muchas ocasiones cuidando de no revelar el género del yo lírico. A lo largo de su obra, Sor Juana se manifiesta ante todo como una humanista, que defiende su derecho al conocimiento no tanto como mujer –aunque asume claramente una postura a partir de su género- sino como ser humano.
Aunque esté hecho sobre una fórmula muy trabajada, el romance de Sor Juana es preciso y profundamente expresivo, lo que lo hace también emotivo, incluso para los lectores modernos. Y esta es la marca de la verdadera obra de arte: trasciende su época, sus convenciones sociales y sus principios estéticos, para seguir conmoviendo a través de los siglos.
LITERATURA SUCIA NOVOHISPANA.
Por Alejandro Licona Padilla.
La tentación de las buenas conciencias por “evitarle” a sus semejantes que caigan en el nefando pecado de tener malos pensamientos y con ello ser carne del Infierno se remonta a la época novohispana, donde la Santa Inquisición se dedicó, con esa enjundia que la caracterizó, a censurar todo aquel escrito que fuera en contra de la Iglesia católica o fuera considerado pornográfico. De las clases vistas en Literatura Novohispana II, ésta en especial me pareció entre deliciosa y críptica. Deliciosa por el contenido de algunos versos cargados de buen humor que arrojan mucha información sobre la vida de la Nueva España y críptica porque en algunos de los escritos censurados por esta siniestra institución, yo no hallé ni motivo ni mensaje oculto en ellos que ameritaran su secuestro. Los tiempos no han cambiado desde entonces y recordemos que hace unos años el secretario de Gobernación de la administración foxista censuró Aura de Carlos Fuentes y Cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez.
El compendio de estas lecturas se encuentra en el libro Amores prohibidos de Georges Baudot y María Águeda Méndez (México, Siglo XXI editores, 1997) que recomiendo ampliamente a los que lean este comentario. Son en especial divertidos El Chuchumbé (34 a 37) y Décimas a las prostitutas de México, de las cuales pongo un breve ejemplo:
Anita “La Tlaxcalteca”,
a chico y grande se aplica,
cierto es que con el ocho pica,
más también con el viejo peca.
Y aunque el mucho riego seca,
y a una planta esteriliza,
no es consecuencia precisa,
pues advertirá el más ciego
que el mucho frecuente riego
a esta niña fertiliza.
Reflexión sobre la literatura novohispana
¿Cuáles son los textos a los que la historia y crítica literaria deben dirigir su atención? ¿Hemos de limitarnos a aquellas obras que poseen o suponemos que poseen una calidad artística relevante o, al menos aceptable, con perjuicio de otras menos logradas y marginarlas de la cultura oficial? Si así fuera sería preciso reconocer que no abundan las de esa clase…
Desechamos todo lo que no nos parezca tener cierto valor estético para nuestros gustos de hoy o incluimos en el campo de lo literario todos aquellos escritos en que se cumplan ciertos modelos artísticos aunque no posean ninguna virtud fuera de lo común o ¿acaso deberíamos flexibilizar el concepto de lo literario para incluir bajo ese rublo ciertos textos de carácter histórico o científico porque en ellos se verifique la maestría estilística de sus autores?
No es solo el reducido número de obras de calidad eminente lo que nos obliga a considerar otras de menor rendimiento artístico, sino el hecho de que esas obras de menor “calidad” pueden, en ocasiones, revelarnos más directamente que las de mayor jerarquía estética, los gustos y preferencias de un lapso, las que ponen más directamente de manifiesto las constantes retoricas e ideológicas de una cultura literaria, no menos que la problemática social y psicológica de la comunidad en la que surgieron.
Dentro del universo literario pueden distinguirse dos clases extremas de símbolos: los que realizan plenamente un modelo estético vigente, propio o adaptado, con su rica carga de originalidad artística y conceptual, y los que se valen de los hallazgos recibidos por la comunidad para dar prestancia a asuntos ordinarios o triviales. En los primeros se manifiesta la originalidad y fuerza artística de un individuo creador en sintonía con los altos valores de su comunidad cultural; en los otros son esos valores comunitarios los que buscan manifestarse a través del trabajo de un individuo que los refunde y difunde apenas con variantes personales. Y es natural que así ocurra pues el texto literario es un entramado de todas las experiencias vitales e intelectuales de su autor, un receptáculo organizado de las imaginaciones y obsesiones más constantes.
La elaboración de una historia crítica de la literatura novohispana. ¿Debe favorecer un criterio estético, más o menos riguroso, o debe incluir también otros escritos de carácter específicamente histórico, político, religioso y aún científico que, en su conjunto, contribuyan al esclarecimiento de las corrientes literarias de la cultura novohispana?
Nos hallamos obligados a no limitarnos a la sola consideración de las obras eminentes y de atender, además, aquellas otras de menor rango artístico que, en su conjunto, faciliten la reconstrucción de los marcos estético-ideológicos vigentes en un determinado tiempo y lugar porque es precisamente dentro del ámbito de la cultura general donde surgen y se explican todos los productos simbólicos de una comunidad determinada.
Dos visiones de la Ciudad de México
Tiende ahora la vista, y abarcarás por entero la
ciudad de México
FRANCISCO CERVANTES DE SALAZAR
A la luz de estos tiempos y lanzando una mirada en torno a la Ciudad de México —espacio que cunde horizontal devorando sierras y que se ha transformado de manera tan desmesurada, contrastante y violenta, que tiene poco de aquella Ciudad de los Palacios de la Nueva España—, la lectura de La grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena pudiera producir al hombre de hoy si no la sensación de un sarcasmo arrojado a la cara, sí la de una ironía amarga ante la imagen de una ciudad armoniosa, ilustre y bella, inexistente ya. El lector que encuentre la ironía o el sarcasmo, tal vez considere también que Balbuena idealizó la urbe debido a su deseo de vivir en ella —recordará que el poeta pasó mucho tiempo en Guadalajara y sólo breves temporadas en la capital— y granjearse la voluntad de ciertos hombres de poder. Sin embargo se debe contextualizar el momento en el que se escribió el poema: para el año 1603 el sistema de gobierno virreinal, la explotación sistemática de las riquezas, el comercio interno y la exportación de productos hacia Europa, el orden social (establecido entre criollos, peninsulares, indígenas y los emergentes y relegados mestizos), los principales componentes del sistema colonial, a pesar de su reciente nacimiento, gozaban de un amplio desarrollo. México era la capital de la Nueva España (territorio enorme), una gran ciudad que verdaderamente competía con las capitales europeas, y que también —como todas ellas— tenía sus problemáticas, sus lados oscuros. Balbuena sólo veía lo que le interesaba y retrató el lado más vistoso y amable del paisaje, y lo mismo hicieron —aunque con menos talento— Eugenio Salazar de Alarcón, Juan de la Cueva y Francisco Cervantes de Salazar. Grandeza jamás toca la difícil vida de las clases bajas, no menciona las márgenes urbanas donde convivían, no sin conflictos, mestizos, negros y castas de todo tipo, ni tampoco las pestes y las inundaciones, males tan corrientes en ese entonces —y también ahora—.
Pero Balbuena en realidad no idealiza, solamente escribe lo que puede ver y le interesa retratar. La ciudad de Balbuena es una ciudad magnífica porque es una recreación. Ante Grandeza no se puede hablar de exageración ni de traición a la realidad: la ciudad de Balbuena es la que su veneración e interés dibujan en su espíritu. Grandeza es ante todo un retrato poético:
¡Oh ciudad bella, pueblo cortesano,
primor del mundo, traza peregrina,
grandeza ilustre, lustre soberano!
¡Oh gloria del teatro de fortuna,
en quien se representa un mar de bienes,
en medio del cristal de una laguna![1]
[1] Balbuena, Bernardo de. “La grandeza mexicana”. La grandeza mexicana y Compendio apologético en alabanza de la poesía. por Bernardo de Balbuena. México: Porrúa, 2006.
Igual que Balbuena, cada uno cuenta con su recreación urbana, con su propia ciudad, imaginaria, interior, que se configura con deseos y anécdotas personales que le inyectan al espacio un sentido específico; una ciudad hermosa u horrible, o ambas cosas, dependiendo el caso. Además de esta ciudad íntima, hay otra que es colectiva y que está alimentada por un sentido dado por ideales de grupo, por deseos y desilusiones generacionales. La ciudad que Balbuena presenta es íntima y colectiva a la vez: corresponde a sus deseos, aficiones e intereses y al mismo tiempo es parte de la visión que los españoles y criollos —tan ajenos a lo indígena y lo mestizo— tenían de la capital; para ellos México era una formidable ciudad a la que no opacaban problemas sociales, de salud e hidráulicos.
Desde la caída del imperio azteca, muchos han sido los poetas que le han cantado a esta ciudad, muchos los puntos de vista desde donde se ha entonado la voz, muchas las alabanzas, los escarnios, los abrazos, los gritos de rabia, los encuentros y desencuentros. La imagen colectiva que se tiene de la ciudad ha ido transformándose en la medida que ella y el país entero lo han hecho. Pero es a partir de la segunda mitad del siglo XX que esta imagen ha reunido con mayor claridad, junto a la belleza de muchos de sus sitios, a la atracción de su vida nocturna y el vértigo gozoso de sus calles y efímeras bellezas vegetales —como la explosión violeta de las jacarandas en primavera—, una forma dolorosa y cruel, llena de soledad, desgracias (el 68 y el 85 son años que marcaron definitivamente a la urbe), violencia, suciedad. Los poetas modernos que han cantado a la ciudad (Octavio Paz, Efraín Huerta, Eduardo Lizalde, José Emilio Pacheco, etcétera) también han dado en sus poemas una imagen íntima y colectiva, pero la colectiva dista mucho de detenerse sólo en bondades y bellezas: parece subrayar más lo que en la ciudad hay de cruel y decadente. Este es el tono constante —aunque también contiene, digamos, confesiones de amor— de uno de los grandes poemas modernos que se han dedicado a la Ciudad de México: Tercera Tenochtitlan, de Eduardo Lizalde.
La ciudad ya lo dijimos, perfecciona a diario
el plan maestro de su demolición,
de su regreso hacia el embrión, las breñas, las piedras del principio.
No lo conseguirá: se emputeció a morir la innúmera
con su gigantismo, desde los sesenta,
y seguirá creciendo la arrastrada y cobijándonos tierna,
con su tórpido manto cochambroso,
al pistolero y al turiferario, al payaso y al santo,
al potentado y al mendigo, al escribiente y al ladrón[1].
Espacio concreto e imaginario, colectivo e individual; matrimonio entre la construcción de piedra, acero y vidrio y el latido de millones de vidas; desaparición y nacimiento incesante, generación tras generación, del hombre y sus creaciones; la Ciudad de México hoy es un animal fantástico y terrible, alebrije salvaje que desde hace tiempo crece y vive fuera del control de todos. Con sólo echar un vistazo desde la Torre Mayor se tiene la certeza de que se está ante una “monstrua”, definición que con asco y amor le dio Eduardo Lizalde en su mencionado poema. Ahora la visión que desde la poesía se tiene de la ciudad es muy compleja y oscura y dolida, pero no deja de presentar la belleza y las bondades de ciertas calles, edificios y personas, esa intimidad que da otro sentido al espacio; visión producida por muchos acontecimientos históricos y fenómenos sociales —que invitan más a cuestionar y explorar lo “fallido” de la urbe— y que al mismo tiempo alzan una imagen luminosa, llena de pequeños deleites, breves instantes. De la misma forma debe entenderse el poema de Balbuena: es una visión producto de un tiempo específico y de una historia individual. Pero además, hay que comprender que Grandeza nos brinda algo importantísimo: una imagen en la que puede conocerse un espacio y una vida que ya no existen, la oportunidad de ver un pasado —contrastado con la visión que brindan poemas como el de Lizalde— en el que talvez se encuentre lo necesario para explicarnos lo que ha sucedido y sucede ahora con nosotros y la ciudad.
[1] Balbuena, Bernardo de. “La grandeza mexicana”. La grandeza mexicana y Compendio apologético en alabanza de la poesía. por Bernardo de Balbuena. México: Porrúa, 2006.
[2] Lizalde, Eduardo. Tercera Tenochtitlan (1983-1999). México: UNAM, 1999.
EL NECTAR DE MAYAHUEL
Hoy me toca tratar de un asunto referente a la cultura novohispana.
El XVIII fue un siglo determinante en la historia de México. Sus creaciones literarias, sobretodo, tienen un dejo de aquel sentir del mexicano herido, sufrido, del mexicano lleno de hartazgo, de aquel personaje lleno de ideales que plasma sus sueños y utopías en papel, para legado de futuras generaciones, y que hoy podemos ser partícipes de ello, por medio de su lectura. Es vastísima la cantidad de elementos plasmados y así mismo de sus creadores a destacar de aquella prolífica época de nuestra historia. Así como algunos trascendieron fronteras, otros se quedan acá, pero es satisfactorio tener un panorama amplio de toda la creación literaria de aquellos días, para poder esclarecer el pensamiento de la época dieciochesca. Blanco nos ofrece una muy completa antología de lo más destacable de la época novohispana[1].
Es de aquí donde descubrí por vez primera los textos acerca del pulque del Dr. José Ignacio Bartolache, haciéndolo un elemento meramente novohispano, digno de estudio por su forma artesanal de creación, que publicó en su periódico personal El mercurio volante en 1773, del cual Roberto Moreno ha editado una selección en la UNAM.
Al leerlo, me inspiró ampliamente para éste trabajo, ya que yo soy originario de los llanos de Apan en la Altiplanicie Pulquera del Estado de Hidalgo, la cual cuenta, entre sus riquezas, con un corredor de esplendorosas haciendas pulqueras dignas de visitarse, y he convivido con este delicioso elixir desde tiempos antaños, con él crecí, con él convivo, con él festejo, a él celebro y a él adoro.
El pulque es una bebida regional de América que data de tiempos prehispánicos, pero su estudio y legado nos llega a partir de la conquista, donde se empieza a estudiar desde dos puntos de vista opuestos. El primero, desde el lado del desprestigio, por considerarlo un licor insalubre e idiotizador; y el segundo, por el contrario, y acertando en todos los puntos, los que lo consideran benéfico, con propiedades favorables y medicinales, lleno de vitaminas y proteínas, de indudable bienestar para sus amantes bebedores, el cual otorga un estado de bienestar y alegría pura. Es en este punto donde yo me quedo, ya que soy claro testigo y vivo ejemplo de las virtudes de ésta milagrosa bebida.
No concibo mi crecimiento feliz sin la callosa y enigmática mano de “Don Chimino”, el más famoso y diestro “tlachiquero” de la comarca, vecino en mi natal Tepeapulco (poblado a 10 min. de Apan) cuyo conocimiento de la magia en la creación de éste sagrado licor, me hizo crecer.
Me recuerdo terminar con prontitud las tareas escolar y de casa para estar en su encuentro a las 10 “hora en que está en su mero mole” -decía mi mentor-; jalar su fuerte rucio, equipado con lo necesario; llegar al sembradío de avena o cebadal, cortar un par de carrizos, deshojarlos; aproximarnos a la, más que familiar, hilera de magueyes; escoger el favorito, quitarle la tapa, treparse hábilmente; empinarse lo suficiente para introducir en su “meyolote”, con fervor y maestría, nuestro rústico popote, para así sorber con ansia y degustar esa esencia incomparable; ese dulce que jamás nada iguala, ese “manjar de los dioses”. Después de saborear y saciar los sentidos y la gula, mi maestro desengancha de Platero su “acocote”, tomándolo de manera singular, sorbiendo todo el resto de aguamiel del “meyolote”, terminando la preciosa labor, tapa el orificio inferior y vacía en uno de los barriles el contenido total del deleitable mosto.
Yo me recuerdo pasmado mientras que “Chimino” continúa en su labor artesanal, con un característico brillo en el rostro que lo ilumina y engrandece. Deja a lado el “acocote” y saca de su viejo morral de ixtle el “raspador”, el cual maneja como todo un profesional para raspar, con idolatría, el interior del “meyolote”, sacando gruesas cucharadas de “carne” que va arrojando una tras otra hasta dejar una horadación mayor. Finaliza su arte tapando el “meyolote” con una penca y encima una pesada roca, como sello característico de que es “propiedad de Chimino”.
Y así continúa la contienda repitiéndose hasta acabar con la última planta y llenando ambos barriles a bordo del adorable borrico. Con liviana alegría nos dirigimos a su “tinacal” -donde anexo adaptó un reducido cuartito donde poder vivir-. El “tinacal” es un verdadero altar. El olor es alucinante, invita a la estancia y permanencia, el piso, de trozos de piedra y lodo, es de un verdadero artesano, paredes de adobe, techo de madera y teja, decorados alusivos a la grandeza del cultivo del elixir, entre otras.
Desde su entrada, hace parecer una invitación al paraíso, y al traspasar el arco triunfal, se encuentra dicha y gozo total. La tina principal es una piel curtida de toro, disecada y tratada con cal, ceniza y sal, atorada en una base de madera rectangular, la cual espera ansiosamente a que “Chimino” vierta “el oro” de los barriles, lo cual hace sin titubeos, para que comience su fermentación natural, y así, transformarse en nuestro amado pulque. Los dos callamos, esto es un ritual fantástico y no otra cosa, único, se que toda la vida lo voy a añorar por ser lo más mágico que he vivido. “Chimino” vierte el contenido total de los barriles, aseguro que suda (frío quizás), algo dice entre dientes mientras termina arrojando trozos de penca picada. Sigue con su rezo, yo, en silencio total admiro a mi mentor, él lo sabe porque todos sus movimientos los hace con aspavientos dejándome en un estado de éxtasis del que salgo hasta que su voz me llama para ofrecer el producto, ya fermentado, de un día anterior, contenido en un gran barril.
Me lo ofrece en una “choma” de tamaño regular, que apresuro “a matar”, “hasta el fondo”, “un Hidalgo…” dice entre risas y retos mi “pa Chimino”. Estoy liviano, alegre, comienzan a llegar los conocidos con el jolgorio y la costumbre de una vida, uno tras otro, siempre caras conocidas y a las mismas horas. “Chimino” me despacha no sin siempre asegurarme que “ya llegará mi edad”, “hasta mañana hijo, ve a la escuela”…
Este relato vino a mi memoria inmediatamente después de terminar de leer a Bartolache. Las letras fluyeron al rojo vivo, llegó a mi mente aquel olor y sabor que traigo en la sangre. El recuerdo de este dorado pasado me hizo recordar parte de mi pubertad, que se añoraré por el resto de mis días. Quince años después, hoy, “papá Chimino”, fuerte y rejuvenecido, vive de hacer adobes, de juntar leña, de trabajar la tierra, sólo, y solo para poder tener dinero para comprarse su diaria y acostumbradísima botella (de coca-cola) de 3 litros de pulque para “el buen vivir”, dejó su “tinacal” por falta de magueyes y de clientes. “El día que no tome pulque me muero mijo” –afirma entre la añoranza y la desolación. Además cada año, es solicitado a participar en la exposición de la “Feria del Pulque”[2], lo cual hace con agrado y gloria. Por todo esto puedo concluir que el pulque es una bebida fantástica y, pues, no queda más que rendirle tributo a Mayahuel.
Desgraciadamente se ha ido perdiendo esta artesanal bebida como todo lo novohispano. Costumbres, tradiciones, vestimentas, comidas, bebidas, fiestas, todo nuestro legado netamente mexicano se va dejando al olvido por factores externos varios. Pareciera un factor determinante y normal del mal llamado modernismo que nos toco vivir, el capitalismo nos atrapa y absorbe haciéndonos partícipes directos en la pérdida de nuestra identidad.






1 comentario:
Excelente el artìculo sobre el "Resentimiento criollo".
La excelencia del escrito radica en la visiòn del autor, que se resume en una frase:En mèxico ya no se puede hablar de una identidad, sino de varias.
Y la utilidad de este artìculo reside en que p'ude extraer alguna bibliografìa para el tema que expondrè sobre Bernardo de Balbuena y el paisaje.
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